(“El horror supremo en la blancura de su infortunio”, había dicho Melville, “capital mundial de la desesperanza”, la bautizó Eduardo Benavides, “salvo robar y que te roben, no hay mucho más que hacer en Lima”, aseguraba Astor Alas)
En el apuro (tras un día entero de hacer dedo en el grifo La Buena Vida en las afueras de Arequipa), le habíamos dado nuestros últimos ahorros al chofer de un bus para que nos llevara a la capital por mucho menos de la mitad de precio. Arriba habíamos tocado un par de canciones con el bendito resultado de doce soles y una invitación a cenar.
Así que, tras algunas discusiones nerviosas, mientras aceptábamos la realidad de pasar el año nuevo en Lima (sin amigos y sin dinero), finalmente me dirigí para el centro en busca de un hotel barato (con todas las advertencias sobre la peligrosidad del sitio).
Tratando de seguir mi intuición cruzaba la Plaza San Martín cuando dos muchachos con pinta de querer robarme lo poco que tenía se acercaron a saludarme.
Afortunadamente sabían que era poco lo que tenía, que no era malandro pero si maluco (que es casi lo mismo) y que seguramente andaba buscando un hotel barato. Se presentaron, me preguntaron a qué me dedicaba, qué buscaba, me indicaron el sitio y me dijeron que conmigo estaba todo bien (waiki, amigo en quechua).
(“Este ser tuvo líos como cualquier humano, a veces es mas humano que los que ven sus libros” cantaba por ahí Alfredo Domínguez)
A partir de ahí, los milagros no dejaron de sucederse. Yendo para el hotel nos encontramos con el Che, maluco viejo de Ibague, padre de Maya y Saya (aquellas entrañables amigas con las que María se había lanzado al Camino). Estaba en el medio de una de esas maratónicas epopeyas de atravesar el subcontinente en apenas una semana (apresurado por llegar para año nuevo a la casa de Maya y su pareja, Pancho, en Santiago de Chile). Venía de comprar artesanías en Santo Domingo y le quedaban un par de horas para almorzar antes de tomar el bus a Tacna. Sin que fuera necesario contarle nuestra situación económica nos invitó a acompañarlo entre lomos salteados, cerveza negra, chanca y picante, noticias de lugares y amigos del Camino, además de todos esos avatares de este sangrante presente globalizado de los que nunca vamos a enterarnos por los medios oficiales.
El Hotel estaba situado en plena calle de las putas, en un barrio de esos non sanctos, oscuro paraje donde el poder nunca recomienda adentrarse. Pero milagrosamente valía solo doce soles la noche para los dos. El cuarto tenía cama de cemento y colchón de agua, hermosa vista al pulmón de un edificio que se venía abajo y banda sonora de película de Tarantino o Jarmush. Pasillos oscuros y de paredes despintadas, parejas que iban y venían sin preguntas ni observaciones y una recepción antigua con muebles de madera y un romántico mostrador donde un amable viejito de uniforme azul recibía y entregaba la llave a cualquier hora, siempre con una amable sonrisa. Éramos los mejores clientes, los únicos gringos turistas que decidían pernoctar allí noche tras noche, pagando religiosamente su cuarto sin demasiados reclamos, siempre con una sonrisa y hasta quizás una charla amable (una canción, un collar, alguna anécdota de tierras lejanas).
Apenas salimos a la calle hicimos las monedas (los soles) necesarias (os). Y al pasar de los días, nos dimos cuenta que las alforjas engordaban al son de aquellas monedas (soles), si bien siempre necesarias (os), nunca urgentes. El multimedios Quispe veía incrementar sus ganancias con la música y las artesanías, parchando en el Jirón de la Unión o Barranco, retacando por las pizzerías del centro o el mirador, despertando simpatías de todo tipo entre esos curiosos y preguntones muchachos peruanos que tarde o temprano nos invitarían a comer alguito, entre amables conversaciones con las jolgoriosas camareras de una heladería céntrica, que nos solo festejaban con lluvia de aplausos y gritos nuestros temas, sino que también nos regalaban helados bañados en chocolate.
Con los bolsillos y los corazones rebosantes de soles, aprovechamos todas las delicias de la bajonería peruana (lujosamente incentivados por esa baretica tan rica que tienen por esos pagos). Ceviche, papas a la huancaina, lomo salteado, marcianitos de fruta, zambitos de chocolate, y esas papas rellenas cuasi alucinógenas que descubrimos en un krishna de menú vegetariano económico, con gentes pacíficas, olor a incienso y videos de shakiras o rickymartins hindúes.
Incluso uno de esos días de afortunado sol limeño (un bien escaso como bien han podido reconocer Melville, Astor Alas y buena parte de los caminantes latinoamericanos), María, usando sus arteartilugios de niña duende, consiguió venderle a una muchacha turca uno de aquellos delirantes tejidos con los que me habían ganado el mote de “genio loco del macramé”. Esmerados y alquímicos diseños que, cuando llegaban a buen puerto, eran del gusto de escasos seres humanos (por lo general demasiado amigos, artistas o humanos como para poder cobrarles el precio sugerido, o demasiado gringos como para entender la relación trabajo-dinero que implica un objeto artesanal como aquellos, alejados de la producción en serie, la masificación y explotación imperante en este sangrante presente globalizado).
Pero aquella bella dama turca (a la que nunca conocí) se enamoró perdidamente del collar, y hasta estuvo dispuesta a pagar el precio sugerido sin siquiera chistar.
-Mirá el paño ¿No falta algo? – me preguntó María emocionadísima apenas regresé de mi misión bajonexploratoria con dos de esos maravillosos sanguches rastas que vendían cerquitica del parche (por apenas dos soles).
Y por supuesto también que, entrometidos como siempre en aquellos oscuros parajes donde el poder no recomienda adentrarse, no pudiendo escapar a la posibilidad de un nuevo encuentro (cruce sin cruz) con otras realidades del Camino, enseguidita tuvimos la oportunidad de agradecerle el favor (el milagroso sol) a nuestros amigos (waikis).
Ahí, precisamente ahí, donde el poder, por supuesto, como siempre, ha establecido una frontera, nosotros prendimos con nuestros arteartilugios ese fuego que convoca a los entrometidos de siempre (todos seres luchando por no quedarse solitos, sin vida). Canciones de afamados rockeros argentinos, coplas de la Violeta Parra, alguna zambita de Atahualpa Yupanqui o Alfredo Dominguez, cumbias colombianas, candombes uruguayos y muchas otras verdades atesoradas en la carpeta de Domingo Quispe (homenajes a los héroes anónimos) desfilaron al son de los manotazos de Arantxa (la amatxu vasca) y el ronroneo de aquel violín chino que, en manos de aquella niñaduende, siempre había despertado encantos de sirenas homéricas en los navegantes de las turbulentas aguas de la marginalidad urbana (el bendito descalabro mundial).
Y como aquel callejón frente al abandonado Teatro Colón (un terreno de esos impenetrables según los mitos populares) nos quedaba de camino al hotel, el encuentro pronto se transformó en un rito que religiosamente tendía a concluir con la llama adecuada.
En recompensa por aquellas ignotas presentaciones de la Domingo Quispe Ensamble, los waikis nos deleitaban con los mejores wiros (porros) del Perú. Ahí, precisamente ahí, sentados en el cordón de una desafortunada y oscura pollería, aspirando con felicidad la mágica posibilidad que da el Camino de abrazar nuevas realidades, entre charlas de lugares lejanos, músicas del mundo, formas de armar un wiro (porro), anécdotas sobre negocios truculentos y noticias de esos avatares de este sangrante presente globalizado de los que nunca nos vamos a enterar por los medios oficiales, las deliciosas flores de skank o punto rojo prendían, por supuesto, como siempre, la mágica noche, iluminando de a poco con su sagrado humo aquellas oscuras callejuelas rumbo a ese bendito sueño (el nuestro y el de tantos otros entrometidos en diagonal non docta a los deseos y reglas, fronteras del poder) sin guerras ni ambiciones, comodidades (máquinasarmas) fabricadas a costa del dolor de otros seres.
(“Aunque mucho he padecido, no me engrilla la prudencia, es una falsa experiencia vivir temblándole a todo. Cada cual tiene su modo, la rebelión es mi esencia. Pobre nací, pobre vivo. Por eso soy delicado, estoy con los de mi lado, zinchando tuitos parejo para hacer nuevo lo que es viejo y verlo al mundo cambiado”, cantaba Atahualpa Yupanqui)
La noche vieja la pasamos parchando en el Jirón de la Unión y cenando en un barrio periférico con unas amigas mormonas que conocimos tocando en un restaurante. Las semanas se nos fueron rapidito mientras profundizábamos la relación con Starky (¿estrellita?) y sus amigos, entre idas y venidas a la olla en busca de porro, disquisiones políticas, lecciones de macramé, rocanroles y helados de chocolate volcados sobre sus pantalones nuevos.
El Starky podría haber sido el ejemplo de esa canción de Hipólito Mamanis Quispe (No Changuito, waino punk, Legajo número 15 -original- de la carpeta de Domingo Quispe) que dice: “la policía es un peligro del que puede salvarte un ladrón, y la hora de las enseñanzas la verdad no está en la universidad”.
Sueña con ser artesano y caminante y jamás va a hacerle un daño real a nadie que no se lo merezca (si es que alguien merece algún daño). Quizás sería más correcto decir que no va a robarle nada a nadie que a pesar del daño provocado no pueda reemplazarlo (en esa sana vocación peruana donde el hurto es más frecuente que el despojo a mano armada). Poniendo las manos en el fuego (“si uno no puede quemarse las manos por un amigo que nos queda”, decía el negro Dolina refiriéndose a las cortadas piernas de el Diego) podría decir que Starky también sueña con un mundo donde nadie tenga que robarle nada a nadie, sin daños ni armas. Tiene una clara visión de la sociedad, los gobiernos, los tejes y manejes del poder. Se sabe al margen (marginado) del sangrante presente globalizado. No usa armas ni máquinasarmas. Le basta con haber forjado (a base de muchas pruebas de coraje) un prestigio inigualable entre los maleantes de la ciudad.
El collar de wairurus que le regalamos y los hilos encerados con los que le estábamos enseñando a tejer macramé (siguiendo las lecciones de otro maluco caminante contiano que había pasado por ahí esquivando los recuerdos y conspiraciones del poder) lo salvaron de ir preso por vagancia. No era tonto, sabía cuidarse tanto como sabía llevar adelante los negocios turbios con los que le daba de comer a su familia.
Mientras más compartíamos las palabras, las experiencias, los wiros de punto rojo, sentados en aquel escalón de aquella desafortunada y oscura pollería de aquel callejón frente al abandonado Teatro Colón, más nos daba la sensación de que nuestros caminos, a pesar de sus diferentes puntos de partida, eran paralelos (perpendiculares al poder en una de esas diagonales non doctas que tejía Don Lucho).
“Ustedes nos cayeron bien desde el primer momento. En todo el barrio saben que si se meten con ustedes, se meten con nosotros. Pero no vayan a creer que en todos lados es así. En el norte lo chibolos están chiflados, se meten bazuco (paco, pasta base), te matan por cualquier cosa”, nos aclaró al irnos en un abrazo.
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