Tomás Astelarra es periodista, escritor, músico, arte-sano, economista y chamuyero profesional. Ha trabajado para gobiernos y onegés, universidades y grandes grupos económicos. En el 2002 decidió lanzarse al Camino para recorrer Sudamérica junto a un grupo de amigos. Fundó en La Paz la agrupación de arte itinerante Domingo Quispe Ensamble con la que se presentó en centros culturales, festivales, peluquerías, plazas de mercado y almorzaderos. Trabajó en organizaciones barriales, radios comunitarias, comunidades indígenas y desplazadas. Participó del Tribunal Permanente de los Pueblos en Colombia. Entrevistó a Evo Morales, Hebe de Bonafini, León Gieco, Tomás Moulián, Gustavo Petro, Edgard Páez, Noemi Klein, Jotamario Arbeláez, el Culebrón Timbal y el Teatro de los Andes. Fue corresponsal para Rolling Stone, Hecho en Buenos Aires, Sudestada, Al Margen y otros medios. Publicó los libros Aforismos Ronateros (cuentos, 2003), Andanzasenabarcas (cuentos, 2007), Diccionario Polaco (aforismos, 2008), Haikus Sudakamericanos (poesía, 2010), Andanzasenabarcas Tomo I (cuentos, 2011) y Por los Caminos del Che (crónicas periodísticas, 2012). Es miembro de la Feria del Libro Independiente y Alternativa y del Frente Errorista de Acción Polaca (FEA Polaca). Grabó los discos Canto a la Vida (junto a la cantante Analía, Cochabamba 2002), Homenaje a los Héroes Anónimos (Colombia, 2006) y Andanzasenabarcas (Buenos Aires, 2011). Andanzasenabarcas es un racconto de su vagabundaje sudakamericano, pero sobre todo un ensayo político sobre esa tribu de locos caminantes que patean el continente sin importar la dirección.


Pueden ver otros libros o ediciones de la editorial Ediciones Ronateras.

Pueder escuchar música o averiguar de la Domingo Quispe Ensamble.

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Las visiones del soñador estrafalarias: procesiones de caimanes y tortugas, pantanos llenos de gente, flores que daban gritos. Dijo que los árboles de la selva eran gigantes paralizados y que de noche platicaban y hacía señas. Tenían deseos de escaparse con las nubes, pero la tierra los agarraba por los tobillos y les infundía la perpetua inmovilidad. Quejábanse de la mano que los hería, del hacha que los derribaba, siempre condenados a retoñar, a florecer, a gemir, a perpetuar, sin fecundarse, su especie formidable, incomprendida. El Pipa les entendió sus aireadas voces, según las cuales debían ocupar barbechos, llanuras y ciudades, hasta borrar de la tierra el rastro del hombre y mecer un solo ramaje en urdimbre cerrada, cual en los milenos del Génesis, cuando Dios flotaba todavía sobre el espacio como una nebulosa de lágrimas…
José E. Rivera, La Vorágine



Durante muchos años de mi vida profesional trabajé en regiones de extrema pobreza en varios países de América Latina. En sierras y selvas y en entornos de miseria urbana. Fue en esas realidades donde descubrí que cuando se meten los pies en el barro y se mira frente a frente a un nombre y un apellido, a un José López, pobre, desempleado, con cinco hijos, nada del discurso económico aprendido sirve para decir algo coherente. ¿Tendría sentido, por ejemplo, que le dijera a López que debiera estar contento porque la economía está creciendo a un 6%? Decir algo así llegaría a ser obsceno. La “economía descalza” es, por tanto, la que debe descubrir y practicar el economista que se atreve a meter los pies en el barro. Una economía que debe responder a la realidad, y no una economía que fuerza la realidad para que se ajuste al modelo diseñado a priori. Si hubiese más economistas descalzos, no me cabe duda de que estaríamos en un mundo de mucha mayor equidad.

Manfred McNeef, Economía de Pies Descalzos

Ni top ni ranking: casas, hoteles, albergues y mecenas del Camino III-La casa del Putumayo



A Mocoa llegamos bien entrada la noche, de pedo, desde Pasto, a salvo de un traqueteado y casi suicida periplo por la cordillera sur de Colombia. Pagamos un hotel de viajantes de comercio frente a la plaza. Los dueños, pulcros evangelistas adoradores de la televisión y las políticas de seguridad democrática de aquel presidente narcoparamilitar sirviente de Alí Baba y sus señores del Norte, no nos querían dejar entrar. Hubo que hacer un esfuerzo tremendo para convencerlos de que éramos gente sana y trabajadora, artesanos y músicos, las dos parejas; no, no estábamos casados, pero creíamos en la fidelidad; que no, que María no era menor de edad, que no consumíamos drogas, éramos casi vegetarianos; no, no creíamos en Dios, pero cumplíamos casi todas las leyes; argentinos, si, de Buenos Aires, acabamos de llegar, no conocemos mucho, es bastante tarde, tuvimos un viaje largo, tenemos auseño; si señora, si sabemos que en esta zona hay mucha guerrilla; no, no fumamos marihuana; mire, en realidad si, pero somos sanos, no vamos a fumarla aca, ni siquiera traerla; al menos por un par de noches mientras buscábamos otro lugar... De rebajita ni hablar ¿no?

Por suerte lideraba las conversaciones el Pablito, pibe de barrio, caradura, chamuyero profesional, maestro en desaferrar mentes, caminante y diestro artesano, usando sus pinzas no sólo pa doblar alambre sino también pa convencer a casi cualquier persona de casi cualquier cosa, desde la venta de un collarcito a la posibilidad de que una mamita te traiga pan pal almuerzo. Creo que el hecho de que yo fuera licenciado en Economía y la piecita de Bach que María le tocó en el violonchino dieron el broche final.

 

Pa peor el parche, que se encontraba frente a la plaza, se componía de dos pibitos punk, un místico de nombre Juan y El Floyd, un malucho vieja guardia locombiano que se la pasaba tomando chorro y bazuco, vociferando palabras como podrido, púdrase, marica, gonorrea, piro, triplejoputa, guerrero, fliter, oiga mamita venga pa aca que le vendo un collarcito, ¿marihuanita?

Los casi único clientes capaces de no asustarse con semejante espectáculo eran los cadetes del ejército, con sus pesadas armas y uniformes, sus eventuales requisas y también invitaciones a fumarse un baretico en un descampado cercano.

¿Oiga eso es un violín? ¿No se toca una de Juanes?

Los retaques por los almorzaderos iban mejor que la artesanía, pero apenas daban pa pagar el hotel.

Por suerte el Juan, al vernos tiernamente civilizados al lado de todos aquellos malucos colombianos nos ofreció compartir la casa donde estaba viviendo, en las afueras del pueblo, pasando el puente sobre el Río Putumayo, subiendo un poquito más allá, internándose en es maravillosa y abundante selva colocha.

No era el Chiste Verde, aquella finca paradisíaca donde los artezánganos locombianos vivieron las más fabulosas rumbas, estertores de esas épocas en que los traquetos de los carteles subían a los locos en camiones para dejarlos en sus mansiones de campo con instrumentos, alcoholes y drogas para enfiestarse un par de semanas. Apenas una tímida construcción de madera con pedazos de techo, con dos ambientes y dos balcones; uno que funcionaba como cocina, con una canilla, una palangana y una carcasa de anafe donde se podía prender un fueguito; y otra de taller, con algunas hamacas paraguayas, decenas de lagartijas y arañas, cientos de pulgas, y millones de mosquitos.

Suficiente pa cocinar terribles guisos, prendernos nuestros baretos, tejer macramé o doblar alambre, ensayar temas de la carpeta de Domingo Quispe y hablar, por supuesto, como siempre, de todos esos avatares de los que no nos vamos a enterar por los meDios ofiziales.

No se sabía quien era el dueño, y como a la semana, cuando Juan se fue rumbo a una toma de yague, no dejó como única indicación cuidar el lugar e invitar a cualquier caminante que medianamente manejara los códigos de la OSIC.

Así lo hicimos con el Orly, un uruguayo que decía ser colombiano y parecía argentino, artesano y percusionista, chamuyero profesional.

Nosotros después de algunas semanas de infructuosas ventas y retaques en almorzaderos decidimos dejar la selva para más adelentico y partir rumbo norte, Pablito y Nati a San Agustín, con la María a Ibagué, su ciudad de origen.

Dibujo: Nicolas Masllorens el Dibiajante

La mamita dueña de un edificio



Es bastante obvio después de algunos meses o años de transitar por el país de las mamitas que ese cuento que dizque Bolivia es pobre, es otra mentira del poder.

Y no es sólo una mentira metafísica, entendida para aquellos que pronto nos damos cuenta que no se necesitan heladeras para comer carne ni tomar cerveza, que no hay mejor cago que en el monte y que pa frío y hasta cocina, nada mejor que un buen fueguito. Mucho menos entender que pa que necesita un boliviano un estado corrupto y vendido a los gringos, siendo que ellos mantienen sus lengua, su medicina ancestral, su justicia comunitaria, sus métodos de crédito informales y hasta una filosofía de vida, sumak kañaxx, buen vivir, que los aleja de cualquier mal psicológico.

Dizque que esa hamburguesería cómplice de todo este bendito descalabro mundial fundió en Bolivia, y aquel líquido negro del demonio que tanto les gusta a los gringos y consumistas sudakas no le ganó al mokochinche y hasta el Che fracassó con su revolución occidental.

Apenas si hay supermercados o grandes tiendas en Bolivia, y para comprar desde una lapicera a un amplificador de guitarra uno tiene que enfrentarse al humor de las mamitas, que a pesar de su posición de buda y sus siestas en los mercados, a veces cuentan con más capitales que cualquier de esos soberbios turistas gringos que las ven como indígenas pobres e ignorantes.

Mi amigo Mariano, platero de la quebrada de Cafayate iba directico a los mercados a la hora de vender sus aros de plata u oro. Se sabe, mucho antes del corralito y la crisis financiera internacional, las mamitas ya desconfiaban de los bancos y acumulaban solo en metales y propiedades. Mariano se hacía las lucas vendiendoles sus trabajos.

Se sabe, las mamitas gastan fortunas en los matrimonios, bautizos, carnavales o fiestas del gran poder, y dicen que financiaron la campaña de Don Evo. Pero lo que realmente no pude creer fue aquella tarde que mi amigo Sergio me contó que la mamita que vende marraquetas en la vereda de Sopocacchi es dueña del lujoso edificio residencial que hay frente a la plaza de mercado.

Dibujo: Nicolas Masllorens El Dibiajante

La física cuántica boliviana



Mi amigo Sergio Medina, guitarrista del grupo Camaleón y viejo amigo de las épocas de La Canchita, me invita un mediodía de esos a almorzar a su casa en el barrio de Sopocacci, La Paz.

La construcción que en Argentina pasaría desapercibida, en el país del las mamitas es un lujazo, lo mismo que los manjares con que me deleitan entre elevadas conversaciones sobre los avatares del nuevo gobierno de Don Evo Morales.

El viejo de Sergio es un boliviano de buenos recursos que estudió filosofía y otras cuestiones en Holanda, amigo del vicepresidente García Linera, otro intelectual de prestigio. Me habla de su nuevo libro, un estudio sobre la nueva constitución boliviana.

La cuestión es más o menos así: el viejo de Sergio estudió a fondo la justicia ancestral y comunitaria aymara, el ayllu. Después analizó que camino jurídico resultaría de aplicar al derecho moderno occidental o europeo, dizque gringo, lo más avanzado de la ciencia moderna, cartesiana, dawirniana, positivista, civilizada, dizque física cuántica.

El resultado es asombroso, anque parabólico. El resultado es el mismo. Dizque que después de cientos de años de sáqueos, esclavitudes y extracciones de recursos por parte de los señores del norte. Dizque que después de siglos de tratar de ignorantes o incivilizados a los indios, o indígenas, o pueblos originarios bolivianos, con millones de millones de millones de dólares y sangre inocente derrochados en equipos, asesores, guerras y universidades, máquinasarmas, los estudiosos gringos llegaron al mismo sistema de justicia que los antiguos habitantes de Abya Ayala han mantenido intachable todo este tiempo.

Habrá que ver si pueden, o tienen la honradez de aplicarlo.



Fernández, Clarisa, 1974 “¿Cómo Sobreviven los Pobres? ¡El Hambre no Puede Esperar!” (Tegucigalpa: Ediciones del Pueblo).

Fernández, Clarisa, 1995 “Redes Sociales y Pobreza. El Desafío de la Democracia” (Buenos Aires: Ediciones para la Gente).

Fernández, Clarisa, 2006 “Estrategias Adaptativas de los Grupos Nativos Marginalizados en Contextos de Indigencia Extrema. Ensayos para el Abordaje de una Antroposociología Latinoamericana” (Pittsburgh PA: Prestige Academic Press).

(Chiste Polaco de Virginia Feinmann)

Dibujo: Sebastián Triglia

“Me dijeron que el desarrollo a todo este mundo iba a alimentar
Que toda esa noble ciencia todos los males iba a curar.
Me dijeron mal. Y ahora yo me pregunto quien los va a perdonar.

Con la sangre de las minas del Potosí financiaron su revolución industrial,
sus fastuosas mansiones, sus viajes al mundo, sus máquinasarmas con ordenador.
Sus rubias modelos, su música étnica, los organismos de cooperación.
Ellos dicen que son la verdad, ellos dicen ser la solución,
yo digo que son los monstruos de la razón.

Matan sindicalistas, matan presidentes, indios, campesinos, artistas y negros,
matan utopías, queman ilusiones, y hasta la pachamama van a asesinar.
Yo solito aquí con esta canción, les pido que suiciden su civilización.”
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Ellos los dueños de este bendito descalabro mundial
(de cómo los sueños de la razón generaron los monstruos
de este sangrante presente globalizado)
Bossa nova de Astor Alas
Legajo número 132 (anexo) de la carpeta de Domingo Quispe
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Nosotros los escogidos de este tiempo,
que nacimos para pagar esos verdes paquetes con valor.
Y cuando se nace se tiene que pagar
para bautizarse, educarse, comer, dormir, curarse, morir,
y aun para ser bendecido se tiene que pagar.

Señores grandes nos deben mucho pero nada les cobramos.
Solo les pedimos por su bien, piensen como humanos.
Y que la tierra hecha hombre, el hombre hecho pensamiento,
vivan como manda la naturaleza
y todos juntos construyamos de esta tierra una sola patria,
la patria de la humanidad”
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Reflejo de Reflexión
Carnavalito de Rijchary
Legajo número 97 (anexo) de la carpeta de Domingo Quispe

Don Lucho

Lo conocimos en Copacabana, en el camino que conduce a los altares que construyeron los conquistadores españoles fundiendo el oro de todas las artesanías incas que pudieron rescatar del lago Titicaca.
(Anticipándose en siglos al saqueo de aquel viejito documentalista y sus submarinos franceses; o quizás, imitando a los propios incas, que construyeron su cultura fundiendo la de otros pueblos precolombinos).
Ahí lo vimos por primera vez, en la inmensidad de aquel patio de macizos adoquines, a metros de la virgen que talló a imagen y semejanza el indio Tito Yupanqui por orden de los dominicos, a solo un par de kilómetros de la virgen negra de Kupina.
(“De España nos llegó cristo pero también el patrón, el patrón igual que a cristo, al negro crucificó”, cantan sambalando, un poquito más allá, las mestizas negritudes del Perú).
Ahí, precisamente ahí, entremedio de ese arroz con mango que es la cultura religiosa latinoamericana, un ir y venir de vendedores ambulantes, fantasmas de damas coloniales, gringos armados con cámaras digitales y señores sacerdotes bautizando (chayando cual adoradores de la pachamama) camionetas cuatroporcuatro contra los malos augurios (por cien o cientoveinte bolivianos con agua bendita, champain y papel picado incluido). Entremedio de, definitivamente entrometido en, todo aquel descalabro, Don Lucho tocaba wainos desafinados en una diagonal non docta (deliberada afrenta a la conquistadora música de salones y conservatorios) con una sensibilidad de esas que levantan lluvias de aplausos en las grandes salas de la uorlmiusik.
Precisamente ahí, en el cruce (cruz) de civilizaciones que enmarca este sangrante presente globalizado que poco a poco fueron construyendo aquellos europeos con la fuerza de sus industrialmente revolucionarias máquinas (armas) financiadas con el oro del Potosí.
Precisamente él, el fantasma de ese descalabro (sangrante presente), ahí empotrado en una de las tantas filas de indígenas indigentes de uno de los países estadísticamente más pobres del mundo (a pesar del oro del Potosí, el estanio de los Yungas, el gas de Tarija y todos sus saberes ancestrales).
Al margen (marginado) de la historia de todo ese mestizaje (fundido), Don Lucho tejía un ruidito de ultratumba con un arco sin mucho pez que, paciente de limosnas, arañaba un violín desquebrajado y seco como el suelo de su altiplano natal.

Tocaba como si nunca se hubiera enterado de todo aquel ir y venir de máquinasarmas, altares y fundidos, vírgenes y señores, camionetas y cámaras digitales cuatroporcuatro, salones, documentalistas y aquel músicoproductor con su sello del primer mundo rescatando viejitos músicos en desgracia para el bien de la cultura occidental.
Y apenas podía uno imaginarse semejante arrebato en una figura tan frágil. Fragilidad no de un momento antes de romperse, sino más bien de la milésima de segundo antes de que todo comience a descomponerse. Esa fragilidad que cargan las ancianas mamitas que duermen en posición de buda en los mercados. O aquellos papachos, como Don Lucho, que pululan espectralmente por las urbanidades bolivianas con su mano extendida (manan kanchu colque).
Como si al envejecer, ellas, ellos, que siempre han estado tan ligadas (os) a su venerada pachamama, pudieran detenerse, con esa parsimonia que los caracteriza, en ese instante antes de la muerte. Figuras que ya casi dejaron de ser carne y hueso para volverse arcilla.

(“Desde lejos, desde aquellos horizontes que se escapan, hoy regreso a tu infinito, pachamama”, canta Sulma Yugar)

De aquel estado tan particular surgía el murmullo aymara de aquel papacho de rasgos apretados, ojos casi cuenca, gorro de trabajador de puerto jubilado, chaleco deshilachado y un cartel de cartón arrugado y mal cortado con la palabra “ciego” aferrada con un alfiler de gancho.
No pudiendo escapar a la dulzura de su imagen, su música, y la posibilidad de un nuevo encuentro con otras realidades del Camino, en medio (entremedio, entrometidos) de aquel descalabrado patio de la iglesia de Copacabana (sin perder de vista la apacible tarde de cielos abiertos que bendecía el lago Titicaca), nos presentamos con un ruido de monedas y un saludo.
María compartió melodías y afinó aquel violín chapaco comprado en Perú. Le mostró el suyo (chino comprado en Colombia). Charlamos un rato en su castellano desgarrado y lento, siempre curioso. Trabamos amistad en el par de semanas que permanecimos en Copacabana, entremedio de ese errante ir y venir de la casa del papacho Marcelino (improvisado aguantadero de locos caminantes latinoamericanos) a la seisdeagosto (que de la iglesia bajaba al muelle empachada de mercaderes y turistas) a parchar o retacar en los restaurantes, charlar con los amigos, cantarle serenatas a las caseritas (mamita, cholita, doñita, vendamé por favor), observar todas esas curiosas transacciones (viajes) que produce el globalizado cruce (cruz) de civilizaciones o alquilar algún bote con pedalera para entrometernos en el epicentro de la cultura andina (“el lago navegable más alto del mundo”, dicen las guías) a fumarnos nuestro bareto.
Conocimos a su hijo, Santiago, que todas las mañanas lo acompañaba a aquel sitio (el descalabrado patio de la iglesia de Copacabana). Supimos que estaban de vacaciones y que la mendicidad no era una obligación para Don Lucho. Más bien una forma de no aburrirse, no estorbar, y de paso, contribuir con la economía familiar (que si bien no era acuciante, tampoco era holgada).
Vivían en una zona cercana a una de esas fronteras que inventó el poder (desatando peleas tan absurdas como el origen del wayno o el charango, la chicha o el saxo andino, el pisco, el ceviche, la marraqueta, Gardel, el mate, la arepa, el dulce de leche, la música llanera o la cultura mapuche). Ahí en el altiplano, el epicentro de la cultura andina, del lado que alguien llamó peruano, antes de Puno, inmersos en una geografía que disimula cualquier división entre los pueblos y su tierra (los pueblos de la tierra).

Cuando nos fuimos, aquel papacho tierra que enfrentaba el descalabro de la historia humana con sus violinescos tejidos de ultratumba, sintió una profunda tristeza que trató de disimular con buenos augurios e invitaciones a que pasáramos a visitarlo por su casa.
Y aquel deseo (de volver a verlo, visitarlo), mágicamente se adosó a nosotros con esa mezcla de pasión e incertidumbre que da el Camino, y que muchas veces desdibuja los recuerdos y figuras (con esa misma fragilidad que cargan las mamitas budas o los papachos tierras, y un poquito, quizás, nosotros, los descalabrados entrometidos de este sangrante presente globalizado)

Un par de años después, de viaje de Santiago de Chile a Lima, en una de esas maratónicas epopeyas de atravesar el subcontinente en apenas una semana (apresurados por llegar a la Casa Quispe que se estaba gestando en los Pastales de Ibagué, Colombia), en un cruce (cruz) de autobuses (civilizaciones), como siempre, por supuesto, entrometidos, en este bendito descalabro latinoamericano, nos perdimos tratando de encontrar un mercado para desayunar en Tacna.
Al límite de una de esas tantas fronteras que inventa el poder (cargando con ese gris trajinar de tiempos y espacios, discriminaciones, contrabandos, y otros vericuetos de esta vida de mercachifles que el poder ha sabido imponer a los seres y enseres de los pueblos tierra), mientras atravesábamos (perdidos) un pasaje (perdido) de aquella desértica y laberíntica ciudad, ahí, precisamente ahí, escuchamos (encontramos) ese murmullo inconfundible de Don Lucho.
La misma posición de siempre, sentado cual buda (puna) al margen de este sangrante presente globalizado. Con su bolsa de arpillera a modo de asiento y aquel cartel de ciego arrugado, tejiendo ruiditos de ultratumba con su desquebrajado violín chapaco, diagonal non docta, ajena al tiempo y al espacio, al bendito descalabro mundial (y todas sus fronteras).

Se acordaba de nosotros ¿Cómo no se iba a acordar de nosotros? El brillo en su sonrisa arcillosa era suficiente evidencia.
María volvió a afinar su violín. La charla, cruce sin cruz (encuentro entrometido) se hizo chiquito para aquel espacio. Lo invitamos a desayunar en un mercado cercano (que él supo indicarnos).
Y el desayuno se hizo almuerzo. Nos contó que estaba en la casa de su hijo Edwin (pero que quería ir a Copacabana para el Inti Raymi, el año nuevo aymara), que su apellido era Ninawara (estrella de fuego), que vivíamos una época rara (“ya no hay vida”, nos dijo), que el mundo estaba loco de codicia (“todos seres solitos”, nos dijo), que ya nadie cultivaba la tierra, la amistad, ni el debido respeto a los mayores, al sol, la luna y su adorada pachamama.
Le preguntamos por su casa. Nos contó que estaba al costado de la nueva ruta asfaltada. Que al caserío le habían puesto luz (ya era poblado) y cada día era más difícil encontrar la bosta con la que solían encender el fuego. Ya no había ganado sino tiendas, y en vez de fogones, hornallas eléctricas. Que todo era más caro, y que a su hijo Luciano le costaba mucho mantener a sus seis guaguas.
Le preguntamos por sus tierras. Nos contó que sus hermanos se habían aprovechado de su ceguera y lo habían dejado sin nada (“ya no hay tierra, ya no hay vida entre hermanos”, confesó lagrimeando). Nos preguntó por Colombia, Buenos Aires, Santiago y Lima (por aquel sangrante presente globalizado que él, benditamente ciego, seguía ignorando).
Tiernamente desesperado nos preguntó si había vida en todos aquellos lugares (quizás con la esperanza de buscar algún refugio para sus arcillosos tejidos de ultratumba).
A pesar de las estadísticas poblacionales (inventadas por los señores conquistadores con el financiamiento del oro del Potosí) tuvimos que confesarle que si la había, era muy poca.
“Muchas máquinasarmas, pocos sentimientos, mucha codicia, muchos seres solitos. Ya no hay vida en las ciudades”, respondimos sin dejar de aclararle que allí donde estuviéramos, cualquier recoveco de todas aquellas ciudades sin vida, cualquier recodo del Camino, rincón de esta casa, tierra, pachamama que, se siente, ha comenzado a cargar esa fragilidad de las mamitas buda de los mercados (espectrales papachos de este crucecruz de civilizaciones). Ahí, precisamente ahí, siempre iba a haber un lugar para cobijarlo (refugiarlo). Bastaba con tejer las notas de un violín o cualquier otro mágico arteartilugio para prender el fuego que convoca a los entrometidos de siempre (todos seres luchando por no quedarse solitos, sin vida).

Volvimos a despedirnos con una tristeza que, esta vez, disimuló agradeciendo el milagro de encontrarnos. Bendijo nuestra amistad diciendo: “ustedes son hijos, hermanos, hay vida entre nosotros”.
Foto: María Clara Uribe
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