Primero se escuchaba un temblor en la tierra. Enseguidita, el ruido de la canilla bamboleándose y eructando a grandes voces.
Podía ser por la madrugada, a media mañana, o cerca de las dos de la tarde, de cualquier día, cada dos o tres días, quizás una semana.
Todos habíamos afinado el oído a ese evento tan particular. Apenas lo percibíamos, saltábamos del lugar donde estábamos dejando cualquier ocupación y, en un sutil estado de desesperación, corríamos a buscar el jabón, el cepillo de dientes, la ropa sucia, las ollas usadas y todos los recipientes de plástico vacíos que había desperdigados por la casa.
Así, todos juntos, seres y enseres, nos agolpábamos frenéticos debajo del chorro de agua de aquella solitaria canilla en medio de aquel terreno árido que funcionaba como patio de casa. Sabíamos que aquel milagro solo duraría como mucho un par de horas.
Aunque para algunos pueda parecer extraño, el agua es un bien escaso en muchos lares del planeta. Entre ellos la playa de Crucita, en la cálida costa ecuatoriana.
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