La mamita (cholita, caserita, doñita, vendamé por favor) estaba tan de buenas que me aumentó un par de rocotos y un pimiento.
Pero ahí no terminó la ñapita (señora yapita de Yotalla).
“Gringo, gringo”, me llamó a grandes voces una caserita de una tienda cercana mientras extendía sonriente una bolsa con una libra de harina a modo de ofrecimiento. Traté de explicarle que no la necesitaba, con la desconfianza propia de quienes sabemos que a veces las mamitas bolivianas, como dice María: “te cagan o te cagan”.
Pero ella insistió vehementemente haciendo ese gesto con la mano que algunas veces quiere decir “fuera”, y otras “no hay”, pero que en ese caso quería decir: “lleve, lleve, gringuito, lleve nomás”.
“Gringo, gringo”, llamó otra cholita en medio de una creciente y angelical risa general.
Me regaló un par de yucas.
Y así fue. A la voz de “gringo, gringo”, terminé con un mercadazo que apenas si me cabía entre los brazos, y que llevé a la casa imbuido en esa sana hilaridad de las mamitas.
Se especuló con que estaban enamoradas de mí, que estaban impresionadas por el tamaño de esos wairurotes que llevaba en mi collar, que sabían que estaba en la casa de la Charo (vieja artesana de la zona, jujeña) y era amigo de la Silvia (vieja artesana de la zona, cordobesa), con mi energía, el poder de las mamitas, el calendario maya y el horóscopo chino. Pero la verdad verdad es que no hay quien entienda el humor de las mamitas (pero cuando están de buenas…)