Entonados por una botella de pisco, decidimos acercanos a una mesa ocupada por dos bellas y gentiles damas, a quienes amablemente interrogamos sobre la posibilidad de acompañarlas.
Eran cabareteras de franco, pasadas de los cuarenta, muy cordiales y cultas. Habían estudiado danzas, y la vida les había cumplido sus sueños en una de esas formas tan curiosas que ella tiene a veces para llevarnos a nuestro destino. Tomamos unas chelas y hablamos de todo un poco ante la mirada amenazante de los sureños lugareños portuarios.
El Chino quedó profundamente enamorado de una de ellas. Paloma. Hablaron de la paz y de Picasso, él le dibujo amorosos y surrealistas retratos sobre la mesa. Bailaron toda la noche (ante la amenazante mirada de aquellos sureños lugareños sangrantemente adaptados). Cuando con el Emi decidimos hacerle caso a esa modorra alcohólica que ya comenzaba a cerrarnos los ojos, Paloma y su compañera se despidieron amablemente, dejando, de una sutil y extraña manera, cerrada la posibilidad de acompañarlas, siquiera reencontrarlas, sin datos más precisos que recorrer los cabarets de Puerto Montt en busca de aquellas bellas damas.
El Chino se encerró en la parte delantera de la chata (la Guacha) durante toda la noche, con su guitarra y sus hojas desperdigas, su caja de biromes compradas en Once y sus discos de heavy metal, componiendo poemas y canciones, loas y bendiciones a su bella y eterna Paloma.
Amaneció en medio de uno de esos trances que solían aquejarlo (como si se hubiera comido una docena de amanitas muscari) para confesarme que apenas llegaba a Bolsón dejaba a su chica. Había encontrado el verdadero amor.
El Emi se le cagó de risa y salió a buscar un baño donde mear. Volvió con la noticia de que todo el pueblociudad estaba desierto, los negocios cerrados.
Intrigados soltamos el freno de mano y lanzamos a toser la camioneta por aquella cuesta donde la habíamos estacionado para pasar la noche (concientes de que siempre amanecía con aquel catarro que le impedía arrancar de una vez). Por suerte la loca había dormido bien con los arrullos del Chino. Navegamos las calles desiertas hasta que milagrosamente aparecieron dos jovencitas hipponas haciendo dedo.
Una vez en la parte trasera de la Guacha, alucinadas con aquel jolgorio de colchones y frazadas, graffitis y retratos espontáneos, literatura e instrumentos al alcance de la mano (con aquel trío de argentinos alocados navegando por las desiertas aguas de Puerto Montt), tuvieron la amabilidad de informarnos sobre algunos aspectos temporales y geográficos que parecíamos desconocer.
Aquel día era censo nacional, estaba prohibido salir a las calles por ley. (Con los chilenos siempre tan listos a cumplir cualquier ley a rajatabla. Aun aquellas que dicen no mear, no tomar alcohol, no repartir volantes sin autorización en la vía pública. Aún esa que dice que es obligación colgar la bandera en días patrios).
Ellas (de esas chilenas que no cumplen las leyes a rajatabla), también estaban un poco azoradas por la desértica ciudad (por la abrumadora capacidad de los chilenos para cumplir las leyes). Iban para Metri, un pueblito a cien kilómetros de allí, en la ruta que bordeaba el mar, yendo hacia la carretera austral. Hacia el lado que nos dirigíamos, precisamente el contrario al de Angelmó y el puerto de transbordadores que nos llevarían a Chiloe (nuestro supuesto destino).
Por supuesto que no había transporte público. Y eran tan bellas y simpáticas, habían sido tan gentiles en aclararnos aquellas situaciones, estábamos tan al pedo en la vida y parecía tan romántica la descripción del lugar donde vivían, que decidimos llevarlas de todas maneras.
(“Sigue el destino sus leyes, que a veces no son las nuestras. Sigue el Camino sus reglas, por atajos que a veces enseñan, a respetar el libre albedrío contra el que ningún poder puede conspirar”, cantan por ahí Los Residentes del Altiplano en Desobedecer la Ley, balada punk anarquista, Legajo número 23 -original- de la carpeta de Domingo Quispe)
El Camino (en su afan de no ajustarse a las reglas, las leyes, los rumbos preestablecidos) tiene casualidades asombrosas que lo dejan a uno vivir experiencias poco frecuentes.
Cruce sin cruz de mundos (caminos, civilizaciones), como compartir aquellos otoñales días con los hijos de un pescador originario de la araucanía (al que casi nunca le entendimos una palabra y que por lo general permanecía, con esa oscura osquedad chilota, encerrado en su taller arreglando su barco o yendo a recoger sus redes, o sus papas, sus huevos, sus gallinas, sus vacas y terneros, la deliciosa leche con la que íbamos nosotros a desayunar). Amablemente nos cobijaron con ampulosos amaneceres en torno a su cocina económica (un fogón de leña moderno y ventilado y mucho más espaciado que la salamandra de el Chino en Bolsón). Tomando mate, sopaipillas y dulce de murra, refrescándonos con agua de manzana, comiendo pescadito fresco, yéndolo a pescar en una medianoche de luna llena en una barca con la fragilidad del tiempo (y el equilibrio ecológico chileno), correteando por las laderas de aquellos fabulosos bosques nativos (parte del cual ellas habían recibido de herencia), donde imaginé que algún sendero podía conducirme a lo de Angelita Huenuman, rumbo a la tienda a comprar vino (tan económicamente delicioso en Chile), caminando por aquellas patagónicas calles de tierra donde uno también podía imaginarse a Ernesto y Alberto dejando en las curvas el polvo de sus motocicletas, pelando papas, ordeñando vacas, persiguiendo gallinas, haciendo el hueco para el curanto (como la watia de Bolivia, inmensos hoyos donde calentar la comida con la energía del fuego y las piedras al resguardo de la tierra).
Ahí, precisamente ahí, entrometidos, por supuesto, como siempre, en aquellos oscuros parajes donde el poder no recomienda adentrarse, donde el poder (por supuesto, como siempre) ha establecido una frontera, inmersos en una geografía que disimula cualquier división entre los pueblos y sus tierras (los pueblos de la tierra, la pulu mapu), charlamos a rienda suelta de todos esos avatares de este sangrante presente globalizado de los que nunca nos vamos a enterar por los medios oficiales.
Los proyectos de grandes represas, la expropiación de tierras, el asesinato de un estudiante mapuche, la acusación de terroristas y la cárcel para todos aquellos pobladores originarios (indígenas indigentes de uno de los países estadísticamente más ricos de Latinoamérica) que pretendieran defender su tierra, oponerse a la “civilización”, al avance de las industrialmente revolucionarias máquinasarmas. Las nuevas leyes y medidas del gobierno de esa señora hija de un soñador torturado (ahora torturando sueños). Los proyectos de comunidades autosustentables y festivales culturales (mágicos arteartilugios para prender aquel fuego convocante de los entrometidos de siempre, toditos esos seres luchando por no quedarse solitos, sin vida), aquel camping que habían improvisado en el amplio jardín de su casa y que todos los veranos se llenaba de mochileros que, por suerte, dejaban, además de noticias y avatares, algunas monedas para compensar la merma en la pesca (cada vez más escasa por culpa de los barcos factoría japoneses, el cambio climático, las leyes prohibiendo la pesca artesanal, y en fin, el bendito descalabro mundial), el gobierno que codiciaba sus tierras y temían pudiera robárselas con alguna estratagema legal, la cultura ancestral que se esfumaba de a poco, los bosques nativos talados para hacer chips de madera, los bosques de pino que los reemplazaban a modo de factoría (y que poco bien hacían al equilibrio ecológico), el gringo que había comprado buena parte del sur chileno (y también el norte argentino, sin que nadie supiera sus intenciones), los viajes en barco por el mar austral, los cuentos balleneros de Sepúlveda, los días de cárcel del cuñado en Punta Arenas durante la dictadura, la vez que se había aparecido por ahí Miguel Littin, el Trauco o la Pincoya, los chilotes, la minga, las capillas de tejuelas de madera y los cañones de Ancud, las particularidades de esas gentes curtidas por el frio invierno del fin del mundo, la receta para hacer milcao y ese salmón tan rico que luego nos comeríamos en un tarde desolada de la bahía de Cucao, resguardando nuestra garrafita de gas del feroz huracán que antecedía la tormenta (mirando sucios y hambrientos aquel banquete con dientes de bucaneros solitarios).
Caminos paralelos (perpendiculares al poder en una diagonal non docta).
Aquella mañana de la despedida, en el sopor de la madrugada, mientras saltaba por la ventana de aquella cabaña de madera (intentando que aquellos ancestrales pescadores no se dieran cuenta que había pasado la noche con su hija Marina), semidesnudo, zapatos en mano, con el patagónico rocío a punto de besarme los pies, la inmensidad de esos bosques bostezando esa calma de siglos que jamás tumbarán las angurrientas conspiraciones del poder (levántate Huenchullán), entrometido, en aquel paraje al margen (marginado) de la historia de todo este mestizaje (fundido), entendí con felicidad aquella mágica posibilidad que da el Camino de abrazar nuevas realidades, culturas, cruces sin cruz de esas civilizaciones que debemos explorar a fondo si queremos labrar la tierra de un mundo nuevo, sin guerras ni ambiciones, comodidades (máquinasarmas) fabricadas a costa del dolor de otros seres.
Y mientras la Guacha partía con rumbo desconocido empapada en esa inhóspita sensación que tiene el fin del mundo, aquel deseo de volver a verlos, visitarlos, mágicamente se adosó a nosotros con esa mezcla de pasión e incertidumbre que da el Camino (y que muchas veces desdibuja los recuerdos y figuras con esa fragilidad que cargan las mamitas budas, los papachos tierras, la tierra todita y un poquito, quizás, nosotros, los descalabrados entrometidos de este sangrante presente globalizado).