Tenía pantalones de jeen y el torso descubierto. No recuerdo bien sus pies pero mi imaginario dice que estaba descalzo. En cambio estoy seguro que pude distinguir cada rasgo de su rostro. Cejas gruesas de almacenero gallego (o campesino boyaco), papada ancha y pómulos ajustados, unos labios imperceptibles (quizás pálidos), el pelo cortico y recortado a navaja sobre su patilla, redondeando unas orejas retorcidas que se le escapaban del cuerpo.
Las patas de gallo surcaban toda la cara, desde el final de los ojos hasta la sien. Su mirada no decía nada. Tampoco sus manos colgando inertes a los costados.
Tenía toda la cara cubierta de pequeños tajos, como si le hubieran dado de lleno con una pala o un machete abierto. Su espalda se apoyaba en una construcción apenas esbozada con ladrillos y cemento a la vista, un cubo cubierto de pasto y humedad tropical, con apenas dos aberturas.
En la que hacía de puerta lo vi fugazmente, todo cubierto de sangre, rodeado de otros hombres que no alcance a distinguir. Con el Pablito habíamos escuchado los disparos desde el puente y seguimos nuestro camino lo más rápido que pudimos.
Poco después, cruzando el mismo puente, con la María vimos aquel niño arrojando un cubo completo de basura al río (fresco afluente del Amazonas) a pasos de la roca donde un nativo arrojaba su atarraya al aire con grandes gestos e ilusiones de torero, rogándole respetuosamente unos pescaditos pa la familia.
En Colombia, uno de los países con la mayor riqueza natural y humana del mundo (epicentro geográfico y político del bendito descalabro mundial), la vida, humana y natural, no vale nada.
¿Será cuestión de la oferta y la demanda?
.
.