El pato parecía gato (frotaba su cabeza sobre el regazo de los visitantes y graznaba en forma de maullido), el gato parecía pato (comía como a picotazos y maullaba en forma de graznido).
Un día vinieron a cenar unos pacos amigos. Graznaban como locos, liberados del maullido obediente que estaban obligados a adoptar en su trabajo, mostrando con su amabilidad y buen juicio (hacia esos hippies barbudos que solían reprimir) la debilidad en las fronteras que impone el poder (en geografías humanas que no pueden disimular la unión entre los pueblos tierra).
De todas maneras, para no dar papaya (o mote con huesillo), sabiendo que el paco por graznar no deja de ser paco, hubo que esconder la planta de marihuana que el Javi pacientemente regaba (y ocultaba) en el fondo del local.
Con precaución disimulamos la sagrada planta en el rincón más escondido de Petro Pizza, precisamente ahí, donde correteaban cual hermanitos el pato y el gato.
Al otro día, pasada la graznante borrachera, con el nostálgico sabor del mañanero cayendo en la cruda realidad de la escasez canábica, el Javi se acordó de la sagrada planta.
Apenas si quedaba un tronquito miserable.
¿Habría sido el gato? ¿Habría sido el pato? ¿Habrían compartido aquella experiencia adolescente de ingesta marihuanera?
El gato durmió todo el día. El Pato graznaba sin parar, se trepaba a las paredes, abría los ojos rojos con expresión desorientada. No había comida que le alcanzara, pedía más y más.
A nosotros nos bastó su felicidad para olvidarnos de la sagrada planta y todos los avatares de este sangrante presente globalizado.
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