Pagamos un derecho de paso, comimos un arepa con aguapanela, escuchamos las indicaciones y seguimos trepando la montaña con nuestros enseres (carpa, bolsas de dormir, un par de libros, alambre y trabajos de macramé a medio hacer, un baguyo de bareta, bananos, un melón, chapatis de harina integral, un pedazo grande de queso y una mermelada de frutilla y hongos).
Pusimos la carpa sobre un filo de pradera que daba al infinito, con las nubes debajo de nosotros y la cordillera serpenteando pacíficamente a nuestros pies con aires de deidad azteca dormida. A pocos metros una precaria muralla de bolsas de arpillera con arena estancaba un hilo de agua termal donde nadamos desnudos hasta bien entrada la noche.
La mermelada que nos comimos a media tarde con el chapati y el queso no produjo efecto alguno. Quizás por mezclarla con un lácteo, especuló el Pablito. Quizás porque estamos consumiendo zilosibina como si fuera aguapanela, dije yo. Estamos tomando aguapanela de hongos, aclaró el Pablito. Y mermeladas de hongos. Hasta sanguches de lechuga tomate y honguitos. Y el Papelucho los mezcla con jarabe para la tos y alcohol etílico, insistí yo. Es que son tan ricos, y encima es temporada de lluvia, y hay tantas vaquitas. Cebúes y de las que comen centeno. Solo hay que tomarse el bondi hasta la finca de Rafael a media mañana para cosechar cual duendes por la pradera, se excusó el Pablito relamiéndose con cara de el Loco Darío diciendo “quebueeeeeno” o el Tío Germán suspirando “yooooo quiero”.
Rafael era el hijo de una familia acaudalada de Mérida que había quedado colgado en un viaje de hongos y ahora se paseaba descalzo por sus propiedades con pinta de duende mendigo, barbas y cabellos largos, rasgos chupados, extremidades esqueléticas, jeen, camisa deshilachada y la sagrada misión de quitar los parásitos de todos los frutales de su propiedad.
Bueno, también se especulaba con que Nadine había quedado medio colgada de tanto comer hongos. Era un personaje muy particular. Como muchos caminantes se había quedado pegada en Venezuela (en Mérida en particular) gracias a la abundancia de monedas y comidas, transportes baratos, casas campestres de exiguo alquiler, amigos, arteartilugios, sustancias y demás seres y enseres necesarios para ese loco supervivir con el que cargamos los entrometidos de siempre. (Además de flexibles leyes migratorias, cercanía con el paraíso colombiano y gobierno en manos de ese simpático líder bolivariano que se la pasa puteando a los gringos)
Los chismes decían que además de naturista y proclive a cualquier práctica espiritual de esas que abundan en la tribu caminante (yoga, reiki, calendario maya, viajes chamánicos, budismo zen, ritos a la pachamama, libros de Osho, capoeira de Angola, piedras energéticas y mandalas de alambre), era asexual. Flaquita y pelada al ras, introvertida, siempre en sus propios sueños y pensamientos, aunque firme a la hora de actuar o reclamar asuntos como la falta de orden en la casa o el incumplimiento de algún compromiso. Siempre de una manera muy dulce y amable, que podía sostener gracias al miedo que en muchos causaba sus raras actitudes, casi de hechicera. Como esa cuática tendencia de empezar a contorsionar su cuerpo y hacer ruidos guturales en medio de cualquier reunión.
Decía que un espíritu se le había entrometido en un viaje de yague. Cantaba cantos del Santo Daime con una bella voz que acompañaba con campanas y percusiones. Vivía con su madre, artesana vieja guardia, en una casa de campo cerca de Yatay.
Decían que de tanto comer honguitos ya no los necesitaba. Y que hasta a veces podía robarse el viaje de los otros (o guiarlo a quien sabe donde).
Creo que esa noche, el viaje de los hermanitos quedó para mi otro ser, ese que vaga por el mundo en sueños. Ese que se deslizó como una serpiente antigua por el filo de la montaña, aprendiendo de las distancias que se necesitan para llegar a ese hilo de agua, río, que paciente y caudaloso agita el alma sin moverse, recorre el mundo sin apartarse de su naciente, visitando de regreso la casa de papachos campesinos, despertando para prender el fueguito del alma, calentar la arepa, el api, el aguapanela, la pava para el mate, el mote, la tortafrita, la almojabana, el caldo, el sancocho, esa fuerza de la mañana (el mañana) que les permite aprender el lento crecer de los hijos (frutos) de la tierra, los pueblos tierra, esos que tarde o temprano alimentarán la esperanza de un mundo nuevo.
Ahí, precisamente ahí, donde nuestras historias, caminos, realidades, puedan confundirse, mestizarse, cruzarse sin cruz, sin miedo ni fronteras, sin guerras ni ambiciones, comodidades (máquinasarmas) fabricadas a costa del dolor de otros seres. Al margen, marginados, de este presente sangrante globalizado (todos seres solitos y sin vida).
Claro que todo eso puede que sólo haya sido un duendesueño de un viaje de hongos en Mérida.
.
.