Tomás Astelarra es periodista, escritor, músico, arte-sano, economista y chamuyero profesional. Ha trabajado para gobiernos y onegés, universidades y grandes grupos económicos. En el 2002 decidió lanzarse al Camino para recorrer Sudamérica junto a un grupo de amigos. Fundó en La Paz la agrupación de arte itinerante Domingo Quispe Ensamble con la que se presentó en centros culturales, festivales, peluquerías, plazas de mercado y almorzaderos. Trabajó en organizaciones barriales, radios comunitarias, comunidades indígenas y desplazadas. Participó del Tribunal Permanente de los Pueblos en Colombia. Entrevistó a Evo Morales, Hebe de Bonafini, León Gieco, Tomás Moulián, Gustavo Petro, Edgard Páez, Noemi Klein, Jotamario Arbeláez, el Culebrón Timbal y el Teatro de los Andes. Fue corresponsal para Rolling Stone, Hecho en Buenos Aires, Sudestada, Al Margen y otros medios. Publicó los libros Aforismos Ronateros (cuentos, 2003), Andanzasenabarcas (cuentos, 2007), Diccionario Polaco (aforismos, 2008), Haikus Sudakamericanos (poesía, 2010), Andanzasenabarcas Tomo I (cuentos, 2011) y Por los Caminos del Che (crónicas periodísticas, 2012). Es miembro de la Feria del Libro Independiente y Alternativa y del Frente Errorista de Acción Polaca (FEA Polaca). Grabó los discos Canto a la Vida (junto a la cantante Analía, Cochabamba 2002), Homenaje a los Héroes Anónimos (Colombia, 2006) y Andanzasenabarcas (Buenos Aires, 2011). Andanzasenabarcas es un racconto de su vagabundaje sudakamericano, pero sobre todo un ensayo político sobre esa tribu de locos caminantes que patean el continente sin importar la dirección.


Pueden ver otros libros o ediciones de la editorial Ediciones Ronateras.

Pueder escuchar música o averiguar de la Domingo Quispe Ensamble.

Y leer crónicas periodísticas en: astelarra.blogspot.com

O escribirle a: tastelarra@gmail.com

Esa foto, esa cuadra, esa vereda de La Boca

Cuando Edu vio la cámara de fotos, su alegría se dejó sentir hasta varias cuadras más allá de su conventillo de La Boca, pasando las vías y la calle Irala, casi Barracas.
No era un modelo digital, con celular, internet y musiquita de la marcha turca, jamesbond o los simpsons. Apenas una reflex vieja y golpeada que el hermano de María le había regalado cuando salió de viaje. Pero a él nada de eso le importó cuando en un arrebato la pidió prestada y, con la delicadeza con la que se toma alguna reliquia de nuestros antepasados, salió sin prisa, pero con notoria excitación, detrás de su alegría.
Lo seguimos más allá de las vías y la calle Irala, casi Barracas, hasta una vereda como todas las de por ahí, con esos árboles robustos tratando de sacudirse las baldosas, chapas de colores tierra (que dicen pintaron los inmigrantes con los restos de pintura de los barcos que los trajeron) y esos balcones de hierro, viejos y caprichosos, siempre dispuestos a lanzarse a la calle y echarse a correr. Sobre todo los domingos, cuando su soledad se ensancha escuchando los goles de La Bombonera.
Edu se puso de cuclillas, pidió que le enfocáramos la cámara, repasó con una mirada aquella vereda de la Boca y apretó el percutor.
-Hace meses que quería hacer esto -nos dijo-. ¿No es una belleza?

Pibe de barrio (del que fuera), a Edu lo conocimos aquella vez que el Papelucho llegó con su banda Tanuxalpan a Buenos Aires en un febrero cualquiera. Eran como ocho, con pintas de vagabundos, cargados de amplificadores, percusiones, guitarras y mochilas llenas de cachivaches de todo tipo. Así que no se me ocurrió otra idea que mandarlos a la casona de los Karamelo Santo en la Boca.
Los Karamelo Santo, músicos, caminantes, hospitalarios, tenían la casa repleta de gente, así que sugirieron ir a preguntar al Conventillo Verde, a una cuadra de Caminito.
Justo cuando Gabi (la encargada del centro cultural) les decía en medio de un tremendo barullo de martillazos que todos los cuartos ya estaban ocupados, aquel tremendo cuerpo de barbas y pelos desordenados descendió de una escalera al final del pasillo. “Vénganse para la casa” ordenó, dejando aquel espacio de tablones y obras de arte en absoluto silencio. Apenas con tiempo de despedirse, los Tanuxalpan lo siguieron más allá de Caminito, rumbo a un conventillo de dos ambientes donde se instalaron entre presentaciones y cebadas de mates (armando un porrito).

Edu los albergó durante un par de semanas en las que la banda de chileno-colombianos se desparramó por sus dos cuartos, durmiendo, cocinando, ensayando, peleando, fumando y discutiendo toda clase de teorías políticas (todas tareas a las que su anfitrión era aficionado).
Edu era el encargado de aquel conjunto de conventillos que lindaba con el Caminito. Los iba ocupando uno por uno a medida que los refaccionaba para el alquiler (que él mismo era el encargado de cobrar), además de hacer el mantenimiento y otras tareíllas como colgarse de la luz o desagotar el patio cuando se inundaba.
Hacía todo tipo de changas, tenía muchos amigos, organizaba una huerta comunitaria al lado de la vía de tren y, por supuesto, iba a la cancha los domingos.
Lo suficientemente grandote como para no desarrollar la capacidad de enojarse, el Edu no iba apurado por la vida. A pesar de su constante ajetreo, tenía esa sorpresa o emoción de niño que parecía la misma de aquel día en que el tío Raúl lo llevó por primera vez al picado de fútbol, o al autódromo, o cuando los uruguayos de la esquina le prestaron los tambores y le enseñaron la diferencia entre el piano, el chico y el repique. O esa grandiosa tarde en que descubrió que las vainillas se podían mojar en el submarino.
Un tipo de corazón grande que nos mostró la República de La Boca como nadie: los detalles del pasado y las conspiraciones de poder que teje el futuro, el museo anarquista, las pizzerías por orden cronológico y culinario, la murga, el museoescuela de Quinquela Martín (prócer de esos que no aparecen en los manuales escolares), el teatro de Las Catalinas, los barcos, los punteros, las casas okupas y los centros culturales, el río oxidado, la banda de salsa Cabo Verde, El Exilio Universal, el Samovar de Rasputín y, por supuesto, La Bombonera.
Los Tanuxalpan se marcharon rumbo al norte, pero pronto llegó la Paisita (hormiguita viajera) a ocupar su espacio en el conventillo. Cuando se fue dejó a un amigo uruguayo. Así nos fuimos pegando al barrio de La Boca, yendo a buscar o fumar porro, comer pizzas, celebrar cumpleaños, disfrutar alguna noche de blues o rock o parlotear hasta el amanecer en acaloradas conversaciones que mostraban su aguda visión de la realidad. Mientras construía un horno de barro para la huerta comunitaria, planeaba toures por los lugares más importantes en la vida del Diego y se enamoraba de una amiga socióloga, nos confesó que el también quería salir al Camino. Tenía una amiga en Catamarca, y quién sabe, nos volviéramos a ver en Bolivia o Colombia. (Por alguna extraña razón su ocurrencia me hizo pensar lo mucho que debía parecerse al Príncipe Patagón en aquella vida pasada, antes de lanzarse al Camino).
En el Conventillo Verde, la Domingo Quispe Ensamble hizo su ignota presentación de siempre. Poco antes de irnos, en aquel maravilloso lugar que tan sorpresivamente nos había acercado al Edu, un grupo heterogéneo, mezcla de patafísicos y tangenciales, señores con mansiones, caminantes de techo prestado y vendedores sin techo hechos en Buenos Aires, ex funcionarios del ministerio de Economía y pibes de barrio expertos en supervivencia económica, sociólogos y egresados de la universidad de la calle, artistas y oficinistas de turismo, amigos y desconocidos con ganas de nuevos amigos, se reunió para la presentación del libro Aforismos Ronateros (de Ediciones Ronateras, subsidiaria del multimedios multinacional Quispe SHA, Sociedad de Héroes Anónimos). Las satrapías estuvieron al orden del día, con el maestro Ubertone tejiendo los hilos del delirio, El Guille oficiando de presentador, la María repartiendo licorcitos caseros, las delicias humorísticas de Fernando el Trovador y un bailongo salsero con pizza, birra y faso hasta entrada la madrugada. Derviches y juglares, titiriteros de la irrealidad, cómicos de la legua y toda clase de héroes anónimos, desempolvaron las verdades (canciones, autores) que el poder se empeña en disimular empuñando todos esos arteartilugios que convocan aquel fuego de seres nunca solitos serpeteando el Camino de vuelta a casa.
“Muchas gracias, para eventos como estos es que creamos este lugar”, nos agradeció emocionada la Gabi en una noche que deparó una gama variada de mestizajes (fundidos) culturales al margen (marginados) del poder. Verdadera e ignota resistencia a este sangrante presente globalizado donde tantos canallas, tan sutilmente, andan detrás de nosotros intentando imponernos su modo de vida.

La última vez que fuimos a Buenos Aires lo encontramos vendiendo antigüedades en la plaza Dorrego (San Telmo). Nunca se había lanzado al Camino, pero aún tenía esperanzas (sobre todo al vernos aferrado a él después de tantos años). Había encontrado y perdido novia, vivía en Barracas y ya no quería saber nada de ir a La Boca (ciertas peleas con ciertos amigos, ciertas decepciones políticas, algún amor no correspondido o simple aburrimiento). Estaba gordo y se había comprado una camioneta ranchera con la que recorría los pueblos del interior buscando chatarra y recuerdos.
Lo invitamos a una fiesta de un amigo de una amiga de una amiga que resulto ser un viejo conocido. En una terraza de Vicente López fumamos un par de porros y hablamos de las cuestiones intrascendentes de siempre. Nos contó que, tal como nos había vaticinado hacía un par de años, los conventillos y personajes de la Boca habían comenzado a desaparecer en manos de esa conspiración que el poder había encargado a aquel empresario presidente de club de fútbol que quería ser intendente (de esa porteña capital del bendito descalabro mundial). La Boca estaba destinada a ser The Mouth, una meca para el turismo gringo (y todas sus máquinasarmas, diría Astor Alas). Algo tan lógico como que las populares de la Bombonera estaban destinadas a ceder su espacio a los palcos vips, mientras las barras bravas cobraban a los extranjeros por acompañarlos, dejando la violencia de lado no por convicción o amor a las familias que ya no podían ir al estadio, sino por simple dinero o conveniencia.
Y mientras las entradas y las pizzas se encarecían, el Caminito se poblaba de mercaderes artesanos, los conventillos se modernizaban, las casas ocupadas (u okupadas) eran desalojadas (por barras bravas convenientemente pagados por el empresario presidente para dejar violentamente a las familias de lado), el paraguayo se transformaba en bazuco, y (volviendo a citar al buen Astor y sus exabruptos termodinámicos) “a los que no se murieran con esa mierda los mata el gatillo fácil” (que es como le dicen en Argentina a la limpieza social). Las vainillas y el submarino habían pasado de moda, los amigos se habían mudado (o entrado en nefastos negocios), los terrenos para el picado de fútbol ya eran demasiado valiosos como para dejarlos sin edificios, y las bandas de uruguayos ya llenaban grandes estadios.
En el Conventillo Verde, la Domingo Quispe Ensamble hizo su ignota presentación de siempre. La Gabi volvió a agradecer el milagro (más arta que nunca de venderle cerveza a los gringos).

El tiempo (sobre todo en esa babilónica ciudad que dicen no duerme) siempre pasa rápido (mientras nosotros intentamos seguirlo en vano)”, dice Mario Eráclito Cardoso. Aquella visita a Buenos Aires, el reencuentro con Edu quedó trunco. Nos olvidamos nuestro aretero en su puesto de antigüedades. También nos olvidamos de darle la foto. Quizás porque nunca nos la pidió.
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Fotos: María Clara Uribe

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